Estuve a punto de caerme, y entonces ella se subió a
horcajadas encima de mis muslos, y en el silencio se rompió
alguna rama o crujieron las hojas, o al revés, supongo, pero
los de abajo no se enteraron: él tenía los gemidos de su chica
en el oído izquierdo y, ella, la saliva de su hombre en su oído
izquierdo y en el valle mitológico del cuello.
Por suerte, aquella noche llevaba una falda larga.
Se la había puesto aposta, porque pensábamos ponerle a la
tarde argumento de erotismo callejero o de bosque. Sacó de
mi bolsillo una goma y me hizo ponérmela.
y allá que fuimos.
Mientras recordaba esto y dudaba si ponerlo en el
libro o no, a la mañana siguiente de haberme recuperado,
con la resaca sobre los hombros y mal color de rostro, subí
al árbol de un parque. Pero ya no era lo mismo. Y un tipo
que pasaba por allí, probablemente en una pausa del trabajo
para respirar café o beber oxígeno, me acusó de gamberro
y dijo que fuera a mi casa a subirme al sofá. Siempre dicen eso.
Era un mal día. Pero avivar la memoria del pasado
suele ser un ejercicio con ventajas e inconvenientes. Es dulce
reconstruir lo que tuviste, y muy amargo recordar lo que
has perdido. Admito la obviedad del enunciado, pero es el
resumen de la vida, qué le vamos a hacer.
-¡Vergüenza debería darte, animal, ahí subido! ¿No
tienes trabajo? Esta juventud ...
Tenía veintinueve años, así que su comentario sobre
la juventud me gustó. Aún podría ligar si ella jamás regresaba.
Aunque no habría libros para otras desconocidas,
supuse. Sólo para ella. Me faltaba terminar de escribirlo.
Quedaban pocos folios por llenar.
Se puede contar un día entero en un libro de mil
páginas, o toda una vida en un cuento. Eso es lo que me
hechiza de la literatura, su poder de síntesis y su traspaso
del tiempo: lo vence, lo aniquila y juega una partida para
despistarlo.
En el árbol hicimos de lo nuestro. Por lo visto, en
aquel parque se consideraba delito tener una pareja y no fornicar.
Lo veías en los insectos, en los perros, en los gatos,
en todos los animales y en las personas.
Bien. El árbol. Nos convertimos en los frutos de
verano, casi colgando de las ramas, con los pies balanceándose
y yo cogiéndola de la cintura para que me clavara el
pubis. La cogía y cogíamos, dicen los argentinos. No nos
estampamos contra el suelo ni la pareja de abajo advirtió
nuestros jadeos ahogados.
Creí en la metáfora, durante un segundo: los de
abajo pertenecían a otro nivel, ése en el que sus inquilinos
merecen poco; los de arriba éramos nosotros, a merced de
un paraíso más cómodo. No se trataba de ninguna de esas
divisiones entre ricos y pobres o entre tontos e inteligentes.
Solamente me daba la impresión de formar parte del escaso
grupo de los dioses, mientras el nutrido grupo del suelo
también gozaba de amor, pero eran sentimientos y relaciones
menos partidarias de lo eterno y de que la relación durase.
Los de abajo estaban juntos para joder. Nada más.
No llegarían a nada.
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