domingo, 22 de marzo de 2015

“La muerte del hombre orquesta” 2014 - Enrique Zamorano Rodríguez


PERMANECE ANGUSTIADO

Toda mi vida ha sido un fraude.

David Foster Wallace.

Toda vida es un proceso de demolición.

F. Scott Fitzgerald

Dormimos en hoteles de mala muerte porque
teníamos en nuestras manos libros de Bolaño,
fingimos desmayos en lugares públicos y en
conciertos porque se lo vimos hacer a alguien en la
televisión,

nos emborrachamos hasta acabar con nuestros
hígados porque era lo único que no aparecía en el
guión de la felicidad de los anuncios de Coca-Cola,
nos alimentamos de animales muertos y comida
basura porque pecábamos de hambre tras tardes
enteras fumando marihuana,

no creímos jamás en el verano porque era depresivo
y aburrido,
fumamos en los bares cigarro tras cigarro al
descubrir que la sala no tenía escape de humo,
escribimos largos poemas porque creíamos en la
resurrección en alguno de nosotros de Allen
Ginsberg,

condujimos de noche escuchando “Riders On The
Storm” solo para ver si a la mañana siguiente
seguíamos vivos,

nos encerramos en habitaciones de diez metros
cuadrados para ver cuánto tardaba cada uno de
nosotros en salir,

comenzamos a ver películas porno a la edad de 12
años, con lo que nuestra primera vez no fue tan tan
tan tan
subimos fotos a Instagram de nuestras aventuras
para que todo el mundo creyera que nos lo
estábamos pasando bien de verdad,

creímos en la revolución sin movernos de casa,
pintamos en las paredes grafitis WORKING
CLASS, allí, en los barrios donde nacimos
y luego nos acomodamos en sucios y caprichosos
chalés adosados en zonas residenciales,
fuimos a los hospitales al filo del amanecer
exigiendo la B12,

no teníamos ni tenemos concepto de la verdad y no
nos importaba ni importa,

creímos que todo se resumía en un acorde de Jimmy
Page,

conseguimos jamás llorar con las películas
románticas, dejar de besar a las chicas con saliva,
hacer el amor en sitios confortables,

nacimos para el excremento voluntariamente
y nos hicimos excremento,

salimos con chicas totalmente destrozadas porque
nosotros también estábamos totalmente destrozados,
lloramos de tristeza y emoción al leer poemas
coprofágicos de Leopoldo María Panero cuando
hablaba de su amada desde su exilio loquero,

viajamos a París cada vez que la cartera lo permitía
para morir aplastados por todos los spleen posibles
de Baudelaire,

arañamos los transportes públicos con cúter y
vomitábamos en su suelo,
nos hicimos vegetarianos porque creímos que estaba
de moda,

había mucha gente alrededor y
en realidad nadie,
y no nos importaba,
no,

y tal vez mañana este rostro que nos compone
no será más nuestro.

martes, 17 de marzo de 2015

“Adíos a las águilas, seis poemas de Leopoldo Maria Panero” edición de Enrique Zamorano


EL DÍA EN QUE SE ACABA LA CANCIÓN

Cuando el sentido, ese anciano que te hablaba
en horas de soledad, se muere
entonces
miras a la mujer amada como a un viejo,
y lloras.
Y queda
huérfano el poema, sin padre ni madre,
y lo odias,
aborreces al hijo colgando
como un aborto entre las piernas, balanceándose allí
como hilo que cuelga o telaraña,
cuando el sentido muere,
como un niño
castrado por un ciego,
al amparo de la noche feroz, de la noche:
como la voz de un niño perdido aullando en 
el viento
el día en que se acaba la canción, dejando
sólo un poco de tabaco en la mano,
y la ciudad ahora, las
ciudades convertidas en vastas plantaciones de tabaco,
y la mano
asombrada toca la boca sin labios
el día en que se acaba la canción, y se pierde
el hombre que a sí mismo le daba el nombre de alguien,
al dar la vuelta a una esquina, un atardecer sin música.
El día en que se acaba la canción el dolor mismo
es sólo un poco de tabaco en la mano,
y las palabras
son todas de antaño, y de otro país, y caen
de la boca sin dientes como un líquido
parecido a la bilis,
el día
en que se muere el sentido, ese
asesino que al crepúsculo hablaba y al
insomnio susurraba palabras y cosas,
el día
en que se acaba la canción miras
a la mujer amada como a un viejo, y
con la cabeza entre las piernas,
frente al mundo abortado, lloras.

martes, 10 de marzo de 2015

“in memoriam” 2014 - Eduardo Fraile Valles


Madre, recuérdame 
aquellas noches blancas como papel el Galgo,
noches tersísimas, en vela, levitantes,
sostenidas en vilo por el pulso metálico
de las teclas de mi maquina Royal...
Hijo, tú escribe,
que me duermo mejor oyéndote, decías
ante mi temor a desvelarte. Era el verano,
los veranos febriles de mis primeros años
de aprendiz de escritor en Castrodeza. Noches de claro en claro,
noches de folio en folio.
Hijo,
no dejes de escribir por mi, que me gusta
escucharte, decías, como la lluvia menuda 
sobre las tejas o unos pasos alejándose 
por el empedrado del sueño. Las párvulas estrellas
cayendo en el papel una tras otra,
a veces entre largos intervalos de silencio
que equivalían a distancias de años luz.
Hijo, 
escribe, escríbeme,
tócame aquella musica
dulcísima, la nana mas hermosa de la Tierra:
Yo también te echo de menos...