Dentro, en el vergel,
moriré.
Dentro,
en el lirio, en el clavel.
Bien se queda,
y bien se va,
nadie la espanta.
Dueña es del soto,
del monte y del matorral.
Una urraca
negra y blanca.
Dentro, en el vergel,
moriré.
Dentro,
en el lirio, en el clavel.
Bien se queda,
y bien se va,
nadie la espanta.
Dueña es del soto,
del monte y del matorral.
Una urraca
negra y blanca.
LA ETERNIDAD
La eternidad era una holgazana,
mientras que la vida transcurría en un pestañear
y, aun así, les aburría,
como a hipopótamos en el zoológico.
Apurados por migajas de distracción,
ocio de primer mundo y psicoanálisis,
pastillas para no dormir, protectores
estomacales y antihistamínico
para alergias estivales.
Debía atender las codicias de la ofensiva,
reemplazando escenarios bélicos
como una veleta
a merced del maldito viento.
A su regreso de España, Zaida había traído la noticia de que en Bilbao habían conocido a un pariente muy cercano de don Sebastián, sin descendencia directa, que oA su regreso de España, Zaida había traído la noticia de que en Bilbao habían conocido a un pariente muy cercano de don Sebastián, sin descendencia directa, que ostentaba el título de Marqués de Arcentales y poco faltó para que mandara a bordar el escudo familiar en lencería y pañuelos. Antonio nos oía conversar animadamente sobre el tema y solía comentar: «Vanidad de vanidades y todo vanidad», parafraseando un versículo, creo que del Eclesiastés. Pese a que calificaba aquello de frivolidades y presunciones tontas, cuando mi padre se jactaba de que descendía del Conde de Las Casas, biógrafo y compañero de destierro de Napoleón, Antonio me decía por lo bajo que en la jerarquía nobiliaria un marqués era superior a un conde. Muchísimos años después, mi hijo Luis, ocurrente y burlón como pocos, dibujó en un papel amarillento un escudo donde aparecía el supuesto fundador de la dinastía en alpargatas echando bellotas a los cerdos. Con gran circunspección le hizo entrega del pergamino a su padre, armándolo caballero con el palo de la escoba y otorgándole el título de Marqués de la Suspensión de Pagos, en alusión a la difícil situación económica por la que atravesábamos entonces.stentaba el título de Marqués de Arcentales y poco faltó para que mandara a bordar el escudo familiar en lencería y pañuelos. Antonio nos oía conversar animadamente sobre el tema y solía comentar: «Vanidad de vanidades y todo vanidad», parafraseando un versículo, creo que del Eclesiastés. Pese a que calificaba aquello de frivolidades y presunciones tontas, cuando mi padre se jactaba de que descendía del Conde de Las Casas, biógrafo y compañero de destierro de Napoleón, Antonio me decía por lo bajo que en la jerarquía nobiliaria un marqués era superior a un conde. Muchísimos años después, mi hijo Luis, ocurrente y burlón como pocos, dibujó en un papel amarillento un escudo donde aparecía el supuesto fundador de la dinastía en alpargatas echando bellotas a los cerdos. Con gran circunspección le hizo entrega del pergamino a su padre, armándolo caballero con el palo de la escoba y otorgándole el título de Marqués de la Suspensión de Pagos, en alusión a la difícil situación económica por la que atravesábamos entonces.
Dino saca pecho y describe con sospechosa abundancia de detalles su viaje continental. Cuenta a quien quiera oírlo que probó fortuna como granjero, como leñador, como minero. Asegura que acompañó a un grupo de gitanos desde Basilea hasta París, con sus coloridos carromatos de feriantes, con sus alegres noches junto a la hoguera. Como si hubiera pasado semanas en su compañía, Dino habla y habla sobre su amigo Regolo, el vendedor ambulante, al que sus horrorizados padres otorgan de inmediato el perfil del vagabundo arquetípico, tal y como podría aparecer descrito en una novela de Salgari o dibujado por un humorista en el periodico dominical, con su hatillo, sus zapatos rotos, su cinturón de cuerda,...