Pero cuando tras un esfuerzo igual y con un suspiro
se encontró otra vez en la misma posición de antes,
viendo cómo sus patitas luchaban aun más
frenéticamente entre sí y sin lograr dominar este desorden,
se dijo una vez más que era imposible permanecer por
más tiempo en la cama y que valía más arriesgarlo
todo antes de quedarse así. Al mismo tiempo, no dejó
de razonar que era mucho mejor pensar las cosas con
calma -con la mayor calma- y no tomar decisiones
desesperadas. Volvió a dirigir los ojos a la ventana,
pero la niebla mañanera que no dejaba ver el otro lado
de la calle no podía inspirar ánimos a nadie.
«Ya son las siete -se dijo cuando el reloj dio la hora-,
las siete y todavía hay tanta niebla.» Y durante un ratito
se estuvo quieto, respirando débilmente, como si tuviera
la esperanza de que una quietud total le devolvería
a la normalidad. Pero luego se dijo: «Antes de
que den las siete y cuarto debo haber abandonado la
cama. Entonces ya habrá venido alguien del almacén,
para preguntar por mí, pues el almacén se abre antes
de las siete». Y ahora comenzó a avanzar hacia el borde
de la cama, balanceando todo el cuerpo uniformemente.
Si de esta manera se dejaba caer de la cama, la
cabeza, que trataría de mantener en alto, quedaría
probablemente intacta. La espalda parecía dura y no le
pasaría nada al caer sobre la alfombra.
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