EL FONDO
He visto cosas muy extrañas tras la barra de un bar, pero
nunca nada tan asombroso como aquel marinero de
patillas blancas que un día apareció por mi bodega pidiendo
una jarra de vino. Cuando la tuvo entre las manos, se sentó
a una de las mesas y, al tiempo que se arremangaba los brazos,
fue hundiendo las manos en el fondo del recipiente.
Algún parroquiano audaz le preguntó qué intentaba.
El marinero fue extrayendo las palmas vacías y turbias de
vino, y luego dijo que todo pozo, todo lago, todo fondeadero
y todo mar guardaban tesoros imposibles y cadáveres de
naufragios. Debo apuntar que mis clientes esbozaron algunas
sonrisas maliciosas. El viejo marinero terminó de remover el
fondo y, tras el pago, desapareció por la puerta.
Al día siguiente, repitió el mismo ritual, remangándose
los antebrazos para buscar tesoros inventados en las profun-
didades mínimas de la jarra.
Tres días después, y cuando ya lo considerábamos un
loco habitual que pagaba para remojarse las manos, rompió
el silencio de la taberna con una exclamación: para nuestra
sorpresa, sus dedos comenzaron a extraer puñados de oro en
monedas viejas del interior del recipiente de vino que no
parecía tener fondo. Reunida una cantidad de riquezas suficiente
para retirarse unos años a vaguear a una isla, colocó el dinero
sobre la barra y dijo que me compraría la taberna.
La vendí, por supuesto, y entonces comenzaron mis
penurias: dediqué lo ganado a recorrer otros bares y bodegas,
adquiriendo jarras de vino en las que introduje los brazos
buscando tesoros, tal y como había visto hacer a aquel marinero.
Cuando estaba perdiendo ya mi fortuna en vino derramado,
unos tipos con bata blanca me pusieron una chaqueta Y me
trajeron a este lugar, donde, pese a la medicación, sigo en la
quimera de rastrear tesoros de otros naufragios.
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