jueves, 14 de julio de 2016

“Historias de Locos” Miguel Sawa


EL GATO DE BAUDELAIRE

¿USTED sabe que Baudelaire tenía un gato? ¡Oh! un gato hermosísimo, de pelo negro, suave y brillante como la seda, las orejas graciosamente plegadas, los ojos redondos, de un verde claro, que a veces se encendían como dos ascuas, terribles, amenazadoras El gato de Baudelaire era de muy ilustre progenie. Yo he averiguado todos sus antecedentes de familia. Era nieto de Azucena, la gata blanca de Lamartine, e hijo de César, el felino amado por Víctor Hugo.

Sátiro— que así se llamaba el gato de Baudelaire,— no tuvo descendencia. El poeta le condenó a eterna castidad, mutilándole con sus propias manos apenas nacido.

Y Sátiro— ¡qué ironía la de su nombre!— incapacitado para el amor, sin ideal alguno en la vida, se hizo filósofo, y pensó, con Kant, que no hay nada superior en la tierra al soberano yo.

Todos los gatos son egoístas, ya lo sabe usted, pero ninguno tanto como Sátiro. Tendido sobre la mesa del poeta, los ojos soñolientos, se hacía adorar como un animal sagrado. De vez en cuando distendía sus miembros en un desperezo voluptuoso y sacaba sus uñas encorvadas, que se alargaban feroces, buscando algo que destrozar.

Yo odio a los gatos casi tanto como a los hombres. Es una monomanía como otra cualquiera. Todos tenemos alguna.

Voy a explicarle el porqué de mi odio hacia esas pequeñas fierecillas del hogar.

Yo tuve un amor en la vida que se llamaba Esmeralda. Y aquella mujer — ¡oh, no crea usted que le engaño!_— tenía, tanto en lo físico como en lo moral, algo de felino.— Por algo la llamaba yo «mi gata».

Si la hubiera usted visto en las siestas del verano, desnuda, sobre una piel de tigre— nunca conoció el pudor,— desperezarse voluptuosa, como el gato negro de Baudelaire, alargando sus manos, ¡dos preciosas garras, en busca de la presa que destrozar!...

Y yo, ¡insensato! la entregué mi corazón para que, jugando, jugando, llegase a clavar en él sus uñas y lo despedazase poco a poco, con sabia ferocidad.

Esmeralda, idólatra de su persona, enamorada de sí misma, no amó a nadie en la vida. También creía en el yo de Kant; también, al venir al mundo debieron de mutilarla.

¡Pero era tan hermosa!... blanca, los ojos verdes, de un verde claro, del color del ajenjo, misteriosos y soñadores; el cuerpo.... ¡Poderoso Dios, qué tentación de cuerpo! ¡Una obra perfecta de la naturaleza!

No había hombre que al verla no se enamorase de ella. Y Esmeralda coqueteaba con todos: se hacía adorar de todos... Me hizo sufrir mucho; ya lo comprenderá usted. Yo era un hombre digno. Debí matarla. Pero por aquel entonces, no tenía yo el

valor del asesinato.

«Mi gata» huyó un día con el clown Calígula. Y ya no volví a verla más. Alguien me contó que el clown, harto de sus liviandades la mató a puñaladas, ¡veintitrés puñaladas!

Aquel bárbaro, furioso y desesperado, se ensañó con la pobre Esmeralda, destrozando su hermoso cuerpo a golpes de su hierro justiciero.

Yo me he vengado también, a mi manera, de la traición de aquella mujer. ¡Oh, cuánta sangre he derramado desde que me abandonó! Yo no he usado el puñal como Calígula. Me he valido de las manos. La extrangulación; le recomiendo a usted este procedimiento para cuando quiera deshacerse de alguien. Es el mejor de todos. Vea usted estos dedos. Son de hierro. ¡Al que yo coja entre ellos!...

Me horroriza pensar en mis víctimas. Yo puedo decir, como el personaje de la tragedia: «Mis crímenes son tantos como las arenas del mar».

Comencé mi obra de venganza en el gato de Esmeralda. ¡Qué animal más precioso! Era blanco como la espuma, de ojos oblicuos, azules como el cielo. ¡Cuánto le quería Esmeralda! Y por eso, precisamente, le maté. ¡Oh, qué gozo al apretarle el cuello! El pobre animal me miraba con ojos suplicantes, demandándome piedad. Pero yo fui implacable. Y le ahogué entre mis manos con furia salvaje.

Después... después.... Ya le he dicho a usted que mis crímenes han sido tantos como las arenas del mar.

Realizado mi primer acto de venganza, sentí la bestial necesidad de la sangre. Hubo noche en que cometí hasta doce asesinatos. Mis dedos, convertidos en garras, se hacían cada vez más aptos, más «inteligentes» para matar. ¿Por qué mi odio terrible contra los gatos? se preguntará usted.

La respuesta es muy sencilla. Por que Esmeralda— ¡oh, estoy bien seguro de ello!— era una gata con apariencias de mujer, y yo me propuse a bien de la humanidad, acabar con todos los animales de su especie.

No vaya usted a figurarse, sin embargo, que mí odio a los gatos era general. No; los humildes, los miserables, los vagabundos, me inspiraban verdadera lástima. Mi «especialidad»— vaya usted a saber por qué —han sido los gatos amados por los hombres célebres. Por eso me fui a Paris a matar el gato de Baudelaire.

¡Qué espantosa aventura aquella!¡Mi última aventura! Aún me estremezco al recordarla. Era de noche. Yo había entrado en la habitación del poeta como un ladrón, descerrajando la puerta. Sátiro, como de costumbre, yacía tendido sobre la mesa en que se escribieran las Flores del mal. Sus ojos relucían en la oscuridad como dos ascuas. Me acerqué a él cautelosamente, y ya iba a echarle las manos al cuello, cuando el animal se puso bruscamente en pie, mirándome airado con sus ojos sangrientos. Yo no puedo decirle a usted lo que pasó después. Sátiro se arrojó furioso sobre mí, clavándome sus uñas, poderosas como las de un tigre, sobre la cara.

Di un grito de dolor. Y dejé de ver. Sátiro, me había arrancado los ojos con sus garras de fiera.

Y por eso estoy ciego. Soy un pobre inválido del crimen. ¡Pero bien me he vengado de Esmeralda! Ya apenas si hay por el mundo ningún animal de su especie. ¡Yo he acabado con todos!

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