RAPIDO
La zapatería de mi abuelo olía a betún,
a cuero húmedo y a herrumbre.
El olor de la zapatería de mi abuelo
se superponía siempre al juego caprichoso
de la sombra y de la luz
de modo que uno
no sabía muy bien si ese aroma grasiento condicionaba
la obscuridad excesiva del cuartucho tubular
o si era tan solo que la tarde
se empeño en traer consigo en su caída
el impreciso perfume de ciertas horas bastante más tenebrosas.
Aunque este no debería ser el enésimo poema
acerca del paraíso hecho trizas de la infancia,
protagonizado por otro abuelo recién salido
de una película sobre la Guerra Civil,
entregado a reparar nuestras memorias
con sus manos esculpidas en granito y sangre seca,
esas tercas manos que tan bien quedan
en los poemas
acerca de la infancia y la Guerra Civil.
Porque el olor de la zapatería de mi abuelo,
el autoritario claveteo del martillo,
el rumor de la cuchilla y el punzón,
se limitaban a pegárseme en la ropa
muy lejos todavía de la carne,
muy lejos de la idea de la vida,
para desmoronarse tristemente como una costra
en cuanto volvía a pisar la cuadrícula de las aceras
y marchaba
cuesta arriba
sintiendo la presión del esfuerzo de las rodillas,
la caricia sobre la nuca
de un sol proletario y escolar.
La zapatería de mi abuelo olía a madera vieja,
a piel viva y a piel muerta,
como todas las zapaterías.
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