¡Ah, mis escalofríos al temblor blanco de los olivos! Y cuando me quedaba quieto hasta más de una hora sin saber por qué al volver una calle, y la gente pasaba por mi lado y me parecía que ni la veía.
¡Ciudad, donde mi alma pedía limosna, pero no a la gente! ¡Ciudad, cuyo cielo me parecía sangre!
Desde la hacienda, mis viñas descendían hasta una de sus calles, y el alma de la que será para siempre mi novia me hacía compañía en el silencio enloquecedor; alguna de mis palabras, que escribía deprisa, había sido mi alivio durante más de una larga semana.
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