domingo, 1 de septiembre de 2024

Papá, dame la mano que tengo miedo - Leopoldo María Panero - 2007

             


Un hombre mayor grita a mi lado lo viejo que es, pero yo no lo escucho, porque escucho tan sólo el sonido de las lágrimas sobre mi piel, de esas lágrimas de un hombre que ya no llora, seducido o vendido por el papel que tiembla entre sus manos: quizá un billete de autobús o una novela. Edgar Allan Poe fue usado por unos canallas para unas elecciones trucadas, lo mismo que yo para el golpe de estado. Oh susurro de la serpiente sobre el papel, bendita sea mi mano que repta entre los lápices de colores y los muchachos de quince años. «Sólo los gitanos delante, sólo los gitanos detrás, y sólo asoma en el aire un canto de soleá» (Romance anónimo por la muerte de Federico García Lorca). Oh soledad de Góngora sobre el papel, soledad del muslo en llamas, artífice viejo del silencio, mecanismo secreto de la amargura. Oh pobre Roma, lo amargo de toda literatura. Oh tú, ebriedad de Claudio Rodríguez, alias El Muerto: sigue temblando tu cigarrillo entre los labios, mientras apuras los últimos vinos. Oh tu, Leopoldo María Panero, alias La Muerte: de sexo femenino antes que masculino. Yo he muerto más veces que ningún muerto, y he muerto sin llorar, como si me tirara un plátano; y he muerto sin sepulcro, porque no he querido abrigo y sí sensación pura en mi último suspiro. La única embriaguez es el dolor: dolor sin dolor como una sombra vana, como un dolor de muela o caries en la cama. La vida puede ser sólo una leve irritación, escozor del ambiente en que me masturbo llorando por los muertos. Oh tú, Bar de la Calavera, Gólgota del dolor y la dicha, como dijo sin página Gottfried Benn. Oh tú, Heidegger, profesor de la verdad y catedrático, honor sin piedad de la verdad, sol de la sombra y honor de los muertos. Días viejos sobre el papel. Oh tú, escritor, artista del hambre, hambre de la vida y del aire, no te quejes más si no comes, porque lo que tú querías era precisamente escribir. «Soy el sacrosanto Emperador, el nacido. Hija del sol, imperarás conmigo». «Oh suplicio de la dicha, suplicio de haber nacido.» «Cielo crepusculario y amarillo que jamás perdonará.» A mi lado se oye esta noche una canción estúpida: «Apaga la luz, más luz, que ya no puedo vivir con tanta claridad». La vida es sólo esta canción estúpida, que se oye esta noche con sabor a melaza, susurro de un borracho frío, porque el hombre es sólo un borracho sin abrigo, sereno como un muerto y ebrio como si estuviera vivo. Eres hábil como un espectro recorriendo la ciudad, lo sabemos, borracho como un vivo, sereno como un muerto, aquella voz de labios sonrosados que no callan. Ven a matarme, ven, porque sólo soy un espectro. Rosa homosexual, nacida de la nada, como dije yo hace algunos años. Poemas amontonados en torno a la página en blanco, de la página que nada se dice y nada se sabe, hábil como una serpiente recorriendo la ciudad, lo sabemos, evitando el mal olor que la vida despide. Oh tú, vida torpe, exactitud brutal, sólo quiero brujas para esta noche sin compañía. ¿Qué hizo de vosotros el sol?, me preguntaba yo en un poema dedicado a las brujas. El sol ya no me quiere, es inútil ocultarlo, el sol aúlla en vano por la flor, por la piel que es la única que sufre. Todos lo sabemos, dejad ya de mentir: Pere Gimferrer y Carnero se casaron en octubre, a ojos de todo el mundo, y sólo la piel vino a bendecirlos. Sólo quiero para mí esta alegría, este resplandor, este silencio de Rimbaud y este gesto en mitad del silencio. Llegaré a tener la nobleza de no volver a escribir. Pero la mano aún repta silenciosa sobre el papel, sin poder evitarlo, dominada y precisa en sus movimientos de monstruo. Y no hay más monstruos que las moscas, ya se sabe, como dedos sobre el papel sin dirección alguna. «Moscas, moscas sobre el plátano en las calles», dijo algún poeta católico. Alguien católico que en el desastre se llamara Robert Lowell, nombre inscrito en lo más profundo de la ruina. «Era en Varsovia, en lo más hondo del hecho consumado», como también dijera Gombrowicz. ¿Qué quieres de mí?, preguntó un hombre a las moscas que le corroían y chupaban el semen de forma indiscreta. No quiero nada de ti, contestó la Virgen a su espalda, señalando con los ojos a un hueso de pollo en el suelo, como una oración para que nadie existiera. Una oración para que el día dejara de existir, y para que la sangre dejase de brotar en el manicomio, y para que la locura continuase siendo una larga oración al desastre, larga plegaria para que el día no exista, y la lluvia no hierva cuando toca la piel rasurada del poeta, con el ritmo alocado del tambor y el tatuaje. «Moscas, moscas volando sobre el plátano en las calles.» Secreto de la sangre que sangra, secreto atroz del falo del desastre. Pájaros sobrevolando en círculos sobre la ruina, pájaros que alimentan con su pico el desastre. Pájaros a los que enseñaré cuanto he aprendido de mi mala vida en estos años. Como si fueran mis hijos más pequeños o unos discípulos que todo lo quisieran saber de la música roja del circo.